El mimetismo, esa capacidad que tienen algunos organismos de asemejarse a otros, es un fascinante catálogo de cuanto puede rizar el rizo la evolución. La capacidad de las orquídeas para engañar a las abejas, los sorprendentes insectos hojas o el increíble pulpo que imita a sus vecinos venenosos, son algunos ejemplos. Bien se podría hacer una serie documental con ellos y tendríamos el éxito asegurado.
Hace ya unos años (allá por el 2008), estuve en Ecuador y pude observar de cerca uno de los mimetismos que más me han sorprendido. Hicimos un muestreo de los artrópodos de la bóveda arbórea. La técnica es sencilla: se dispone una tela blanca alrededor de un árbol y se fumiga la copa para que los animales caigan en la tela. Una vez recogidas todas las muestras, los llevamos al campamento y comenzamos a clasificarlos. Avispas aquí, escarabajos allá, una araña en esta bandeja, las hormigas por acá… Entonces uno de los entomólogos que nos acompañaban nos dijo “Fíjate bien, eso no es una hormiga, es una araña”. En efecto, de un vistazo rápido parecía una hormiga negra y pequeña. Pero de cerca resulta que le podíamos contar ocho patas, no seis como todos los insectos. Diagnóstico: era un arácnido.
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